Ruptura democrática y acusación constitucional destituyente
Cuando el poder del Demos irrumpió en el gobierno de Atenas (siglos VI y VII A. de C.), lo hizo en un contexto patriarcal dominado por las autoproclamadas clases de bien: la clase de los aristois, o aristócratas, supuestamente propietarios del bien-virtud (areté), y la clase de los oligois, u oligarcas, propietarios del bien-riqueza (campos de olivos). En ruptura con esta división de la sociedad en clases patricias y plebeyas, la Democracia se ha abierto paso hasta nuestros días mediante un movimiento doble de igualdad y pluralidad. Tal ruptura democrática no es un mero instante de violencia política popular, sino una red compleja de irrupciones que van desde lo reivindicativo hasta el control comunal de la fuerza productiva general de la sociedad.
De allí entonces que la actual rebelión del pueblo chileno haya evidenciado que el peor quiebre de nuestra Democracia, ocurrido entre 1973 y 1990, no se puede superar mediante una mera transición gradual sin ruptura democrática efectiva. Solo tal ruptura democrática puede acabar con los cerrojos institucionales diseñados para perpetuar el modelo neoliberal actualmente impugnado.
Como se consignó después del año 2011 en la Línea Política del partido Izquierda Libertaria (incorporado actualmente a Convergencia Social), la ruptura democrática es, en primer lugar, el traspaso de un umbral por parte de los movimientos populares. El umbral que separa a la sociedad de la política. Se trata de una transgresión inicialmente paradójica, pues supone reconocer que la separación entre sociedad y política es sostenida intencionalmente por esta última. No es un logro evolutivo de la sociedad lo que le impide a ésta actuar políticamente, sino que es una determinada configuración institucional de la política la que sostiene el impedimento.
Algunos objetivos fundamentales de la ruptura democrática chilena en la hora presente consisten en acabar con lo que Fernando Atria ha llamado “cerrojos” institucionales: quórum supra mayoritarios exigidos por la constitución y que impiden promulgar, por ejemplo, un código laboral decente o una ley de partidos políticos y elecciones populares que combatan decididamente las nefastas redes clientelares (ya comprometidas incluso con el narcotráfico). Otro objetivo fundamental de la ruptura democrática chilena es eliminar la función de tercera cámara reaccionaria ejercida por el Tribunal Constitucional. Finalmente, el objetivo más estratégico de la ruptura democrática chilena es el de desarrollar un poder constituyente (además de una nueva constitución) capaz de abolir el Estado subsidiario neoliberal, reemplazándolo por un nuevo Estado fundado en comunalidades nacionalísticas, territoriales, culturales y de múltiples otros tipos. Dichas comunalidades mandantes del Estado implican un republicanismo genuino en que los bienes públicos sean producidos desde lo público. Republicanismo comunalista que no se restringe al aparato burocrático estatal (imprescindible para la reconstrucción tras la catástrofe neoliberal), como caricaturizan los extremistas de la teoría de precios, sino que se abre a las comunidades y asigna a los mercados un serio y relevante rol complementario.
Las nociones táctico-estratégicas de la ruptura democrática serán discutidas algunas tesis más adelante, no obstante, es evidente que la radicalidad democrática de los movimientos populares chilenos es la brújula fundamental de esas nociones. No se trata de sacralizar la horizontalidad y el asambleísmo, pero sí de reconocer que, pese a todos los augurios, estas prácticas han sorteado multitud de obstáculos para devenir en el despertar de otra política.
Desde los movimientos de ruptura democrática han emergido principios como el pluralismo y procedimientos como las elecciones universales que no pueden ser extirpados sin que la Democracia se extinga, pero esto no significa que baste el pluralismo y las elecciones universales para que la Democracia exista. Este análisis ha caracterizado el compromiso de la izquierda chilena con la Democracia, y especialmente el de la Izquierda Revolucionaria antiestalinista asentada en el marxismo Libertario y más recientemente en el feminismo.
La Izquierda Revolucionaria y Libertaria chilena jamás ha buscado abolir principios como el de la representación y la delegación del poder, simplemente ha puesto en evidencia que dichos principios son insuficientes para sostener la Democracia en sociedades complejas. Justamente lo contrario al planteamiento liberal, según el cual sería la complejidad de las sociedades modernas lo que impediría llevar la Democracia más allá de la representación, de la delegación del poder, de los procedimientos electorales y del pluralismo parlamentarista.
El movimiento de ruptura que realiza a la Democracia en sociedades patriarcales y de clases como la chilena, proviene de la historia concreta. De allí que la crítica libertaria a la gradualidad perpetua y a la idea de transición democrática no implica sostener que la ruptura se realice prioritariamente mediante la violencia política popular. En Chile, hoy más que ayer, disponemos de evidencia sólida para probar que la gradualidad perpetua agrava la violencia política en vez de prevenirla. La acción directa de masas resulta entonces no solo más eficaz como forma de protesta, sino que prefigura las subjetividades comunal-republicanas capaces sustentar las formas de vida en común necesarias para un horizonte socialista.
Entonces, en una sociedad profundamente patriarcal y dividida en clases como la chilena, la ruptura con las desigualdades y la uniformidad de la vida, opera como el alma de la Democracia. Concretamente en el caso chileno, la ruptura democrática funciona como una interpelación constante a la capacidad del modelo neoliberal para producir justicia, incluyendo la impugnación destituyente expresada hoy en la movilización social y en la multiplicidad de acciones que incluyen la acusación constitucional contra el gobierno.
Pese a ciertas resonancias coloniales en la consigna “Por un Nuevo Pacto Social”, de ella se desprende una legitimidad radical para las iniciativas destituyentes. El gobierno del Presidente Piñera no solo ha bloqueado el nuevo pacto social, sino que ha faltado al indigno pacto anterior. Ese pacto transicional anterior -que algunas evaluamos como indigno y vulgar- dictaba: podremos ser gobernadas por tribunos serviles al neoliberalismo y al patriarcado, pero no por quienes tengan responsabilidad política directa en Graves Violaciones a los Derechos Humanos.
Por estos días en que el “Nunca Más” de la centro derecha chilena estalla en mil pedazos, la ruptura democrática resulta condición necesaria para detener un nuevo quiebre de la Democracia montado aun en los persistentes cerrojos institucionales del quiebre anterior.
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