Lecciones desde la emergencia: entre el coronavirus y el cambio climático
Maritza Islas Vargas[1]
Las crisis resultan en muchos sentidos reveladoras para las sociedades. Son momentos en los que las supuestas certezas se fracturan y se hace manifiesto el estado del sistema político y económico. Los mejores y peores rasgos de la sociedad se develan y, con ello, la oportunidad para reflexionar sobre sus contradicciones, su capacidad de respuesta, su persistencia y su decadencia. También son momentos para construir alternativas. Lo que hoy experimentamos con el COVID-19 es una de las múltiples facetas de una crisis sistémica más amplia. Independientemente de la velocidad expansiva del virus, las condiciones para que el COVID-19 se volviera una amenaza global no se generaron espontáneamente en diciembre del año pasado con su aparición en China. Al igual que la crisis económica que los analistas ya advierten,[2] dichas condiciones son resultado del comportamiento del capitalismo y de una violencia que se ha ejecutado creativa, lenta y destructivamente a favor del capital privado, contra la clase trabajadora y en detrimento de los espacios de reproducción de la vida.
La precariedad laboral, la falta de sanidad para millones de seres humanos, la privatización de los servicios de salud, el negacionismo, la desatención de la investigación científica, la comercialización del conocimiento por parte de los monopolios farmacéuticos y el flujo acelerado de mercancías y personas, son parte de las razones por las que el virus puede expandirse con mayor celeridad. Las desigualdades etarias, de clase, género, raza y nacionalidad ya existentes recrudecen los riesgos de contagio al tiempo que definen quiénes tienen los medios para aislarse seguros y quiénes no. Tal y como señala Judith Butler, “el virus por sí sólo no discrimina, pero los humanos seguramente lo hacemos, formados y moldeados por los poderes entrelazados del nacionalismo, el racismo, la xenofobia y el capitalismo”.[3]
En este contexto, y en medio de la lentitud institucional, del alarmismo mediático, de las compras de pánico y de la incertidumbre que genera para millones de personas la posibilidad de perder sus medios de subsistencia, la idea de que “el planeta es un inesperado beneficiario del coronavirus”[4] se replica de forma optimista en los titulares de los periódicos y en las redes sociales. Aceptar esto de manera acrítica puede reforzar la idea de que es más viable una “limpieza” humana antes que una modificación al sistema económico y político actual.
La cancelación de vuelos, la interrupción del comercio y el cierre de algunas empresas, universidades y centros de trabajo han generado una reducción del 25% de las emisiones de CO2,[5] algo que ningún acuerdo internacional había logrado. Sin embargo, debería resultar inaceptable que la muerte de miles de seres humanos, así como el aislamiento y la agudización de la precarización de millones, sea el costo que debe pagarse para ello. En América Latina, por ejemplo, se calcula que el número de pobres aumentará a 35 millones tras los impactos económicos del coronavirus.[6]
Aunque en el corto plazo las emisiones se han reducido, si no se cuestiona la lógica de los negocios, una vez superada la crisis es muy probable que las emisiones se disparen, tal y como ocurrió con la reactivación de la economía tras el rescate gubernamental de los capitales que generaron la burbuja financiera en 2008.[7] En el afán de reanimar la economía es posible que se privilegie a los capitales asociados con la quema de combustibles fósiles. En Estados Unidos, por ejemplo, las aerolíneas están presionando al gobierno de Donald Trump para la creación de un fondo que les permita sobrellevar las pérdidas ocasionadas por las restricciones impuestas por la emergencia por COVID-19,[8] lo que implicaría, además de no poner a discusión su rol en la destrucción de la atmósfera, el aumento del déficit público para solventar los costos privados. En ese sentido, las acciones y reacciones generadas por el coronavirus pueden resultar pedagógicamente útiles para evaluar lo que se ha hecho y se debería estar haciendo ante el cambio climático.
A principios de marzo, al declarar al coronavirus como una pandemia, el director general de la Organización Mundial de la Salud, Tedros Adhanom, dijo estar profundamente preocupado por los “niveles alarmantes de inacción”.[9] ¿Qué diría si se entera que en materia de cambio climático llevamos ¡más de cuatro décadas! de pasividad exterminista?[10] De alguna manera no sorprende que gobiernos como los de Donald Trump en Estados Unidos y Jair Bolsonaro en Brasil negaran el riesgo que implica el coronavirus aplicando las mismas estrategias que usan para negar al cambio climático, es decir, ignorando la evidencia científica, minimizando el problema, catalogándolo de ser un fenómeno estacional que desaparecerá por sí mismo, señalando que sólo es un instrumento para el golpeteo político, y que en todo caso es culpa de los chinos.[11]
Por otro lado, desde una de las múltiples ramas del ambientalismo, una de las críticas que han surgido ha sido el contraste entre la enorme atención mediática y gubernamental destinada al coronavirus frente a la que ha recibido el cambio climático. Al respecto cabe considerar que, a diferencia del COVID-19, los efectos del cambio climático se observan de manera difusa, lo que influye en que la atención pública del problema no sea de la misma magnitud. Igualmente, no hay que menospreciar las lecciones que la emergencia por coronavirus deja para la acción climática. Aunque de forma imprevista, el virus hizo patente lo posible y lo necesario en las medidas contra el cambio climático. En el plano de lo posible mostró el potencial de coordinar decisiones en lo personal e institucional, así como la factibilidad de restringir el comercio internacional y los traslados innecesarios de personas y mercancías. Asimismo, evidenció los riesgos del negacionismo y de la pasividad gubernamental y, por tanto, la urgente necesidad de una respuesta internacional pronta, rápida y coordinada; de transformaciones a niveles micro y macro; del rescate de la infraestructura pública –de los centros de investigación, de los sistemas de salud, de la vivienda digna, de los servicios de provisión pública de transporte, electricidad y agua–, y de una oposición social organizada contra respuestas de corte autoritario que atenten contra los derechos de las personas. Este último aspecto resulta de suma importancia, ya que, así como el uso de las tecnologías de control[12] y el cierre de fronteras hoy se alienta para hacer frente a la pandemia, momentos de shock colectivo como los que puede generar el cambio climático establecen escenarios propicios para justificar medidas atroces en las que la aniquilación de unos seres humanos por otros se vuelve una posibilidad.[13]
Si bien ya vimos que frente a una emergencia la reducción de las emisiones es factible, el meollo del asunto es que se haga a partir de la desinversión en la extracción de combustibles fósiles –convencionales y no convencionales– y no de la pérdida de vidas humanas, ni del deterioro de las condiciones de existencia de los ya de por sí vulnerables. La lección que nos deja la emergencia por coronavirus no puede ser volver al “estado de normalidad” que le precedió; por el contrario, implica romper con dicha normalidad y cambiar por completo los rasgos de la economía, de la vida política, de la organización del trabajo, de nuestra relación con la naturaleza, de nuestros vínculos con los otros, así como de nuestros sistemas de comunicación y aprendizaje que hoy nos colocan en una situación de emergencia y fragilidad.
[1] Profesora de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales-UNAM, México. Artículo publicado por primera vez en Nexos y enviado por el GT Crisis respuestas y alternativas en el Gran Caribe, con quien se vincula la autora.
Ver artículo:
[2] Toussaint, Éric. “No, el coronavirus no es responsable de las caídas de las bolsas”, El viejo topo.
[3] Buttler, Judith. “Capitalism has its limits”. Verso, 19 de marzo de 2020.
[4] Wright, Rebecca. “There’s an unlikely beneficiary of coronavirus: The planet”. CNN, 17 de marzo de 2020.
[5] Wright, Rebecca “There’s an unlikely beneficiary of coronavirus: The planet”, CNN. 17 de marzo de 2020.
[6] Noticias ONU “El número de pobres en América Latina puede crecer en 35 millones por el coronavirus COVID-19. 20 de marzo de 2020.
[7] Martínez-Alier, Joan (2008) “La crisis económica vista desde la economía ecológica”, Ecología política, núm. 36.
[8] Lynch, David J. y Jeff Stein “Trump’s coronavirus plan includes industry bailouts that Republicans once opposed”, The Washington Post. 18 de marzo de 2020.
[9] Adhanom, Tedros “Alocución de apertura del Director General de la OMS en la rueda de prensa sobre la COVID-19”, Organización Mundial de la Salud. 11 de marzo de 2020.
[10] Islas, Maritza. 2020. “Azote imperialista, petróleo y cambio climático en el Caribe”, Estudios Latinoamericanos, núm. 44.
[11] Weisbrod, Katelyn.“6 ways Trump’s denial of science has delayed response to COVID-19 (and climate change), Inside climate news, 19 de marzo de 2020.
[12] Singer, Natasha, y Choe Sang-Hun. “As coronavirus surveillance escalates personal privacy plummets”, The New York Times, 23 de marzo de 2020.
[13] Welzer, Harald (2010) Guerras climáticas. Por qué mataremos (y nos matarán) en el siglo XXI, Buenos Aires, Katz.
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