La crisis del tiempo
Freddy Javier Álvarez González[1]
La gran historia del universo ha tenido un comienzo y tendrá un final, mientras tanto la vida que emergió de manera aleatoria y se expandió de múltiples y diversas formas pudo ser pensada, cuidada y transformada por el Homo Sapiens con la capacidad de imaginar mitos que lo engrandecen y lo envilecen al mismo tiempo. Esa pequeña historia a la que le pertenecemos y nos pertenece nos ha enseñado a vivir el pasado a distancia que ya no es, con el futuro a distancia que tampoco es, pero que puede ser, y ahora con el presente sin distancia que opera como una puerta giratoria entre un pasado que se aleja y un futuro que se niega. ¿Qué es vivir en el tiempo presente?
- El tiempo de los espectadores
En el diario de Ana Frank se evidencia la experiencia del tiempo como angustia: “querida Kitty: Ayer tuve un miedo terrible. A las ocho sonó el timbre con persistencia. Sólo se me ocurrió una cosa: que eran ellos. Pero todo el mundo afirmó que sólo se trataba de mendigos o del cartero, y me tranquilicé”. La angustia va de la mano con la paranoia, Solo se puede esperar lo peor. El tiempo de la pandemia es singular, inédito e inaudito. Experimentamos la extraña forma del ser en el tiempo, alejados de Heidegger, con un pasado que fue y que ya no es más, conectado a un futuro que será, pero que tampoco es porque todavía no ha sido, como diría Aristóteles; sin un pasado que se repita, sin un futuro que se evidencie, en un presente en el que no podemos ser, porque pareciera que estamos en un eternidad sin otros, en una continuidad sin después, como animales atemorizados y humanos fragilizados.
Pero no es solo la imagen anterior, también hay otras cosas que suceden en medio, aprisionadas, sin todavía la fuerza para cambiar el destino: “querida Kitty: una noticia formidable: ¡vamos a recibir a una persona más en nuestro escondite!” Cantar en los balcones, comprar el mercado a los ancianos, aplaudir a quienes luchan por salvar vidas, conmueve, pero no es más que un mosaico que antecede a la muerte sin el poder de retarla. En el escondite y en la larga noche de la anunciada guerra donde los únicos enemigos seguimos siendo nosotros mismos, bajo la égida del sin sentido de vencedores y vencidos, mientras se repite la escena de Lauri –Claire Duburcq– quien cuida a un bebé abandonado y sin nombre, que necesita leche para sobrevivir, con el cabo Schofield –George Mackay– intentando llevar un mensaje que logre convencer a los señores de la guerra de no salir al campo de batalla, e impida el fracaso de una guerra perdida desde antes, en el film (2020) de Sam Mendes,1917.
También se puede experimentar el terror. El diario cuenta: “noche y día, transportes incesantes de esas pobres gentes, provistas tan solo de una bolsa que llevan al hombro y un poco de dinero”. El tiempo del terror es excepcional, es el tiempo de la absoluta impotencia. Solo esperamos que pase, pero el pasar no elimina la insuperable forma del tiempo de fijarnos como una estaca al presente, y conducirnos hacia el final inevitable perteneciente a un futuro caído en desgracia y con un pasado que no se puede olvidar.
Por último, los intervalos del tiempo dan cuenta de las ausencias, el antes y el después como una fotografía localizada fuera de nosotros, pero con nosotros, a manera de la única evidencia de lo que nos hemos convertido, en testigos de lo impronunciable. Ana Frank escribe: “los niños, al volver de la escuela, ya no encuentran a sus padres. Las mujeres, al regresar del mercado, hallan sus puertas selladas; se encuentran con que sus familias han desaparecido”. El presente sigue siendo la puerta entre el pasado y el futuro, que nos muestra que todo se está moviendo, incluso hacia la aparente nada. El tiempo siempre será distinto en su transcurrir, irreversible, dirá Jankelevich, pues el tiempo no es el mismo en su ocurrir y los tiempos-espacios cambian, aunque volvamos al mismo lugar.
Hay acontecimientos que rompen con el curso del tiempo, que parecen detenerlo; así, aunque el tiempo continúe sin conciencia, en movimiento y dentro de un aparente reposo, el acontecimiento cuestiona todo hasta el punto de experimentar el vacío del futuro anterior, porque lo que estaba delante era un abismo, el fracaso mismo.
Cuando el tiempo ya no se puede predecir, y no sabemos qué pasará mañana, y el mañana es lo que sigue, el día después, la siguiente semana, el próximo año, y lo único que nos queda es la repetición de una rutina sin sentido: levantarse, desayunar, trabajar, almorzar, trabajar, cenar y dormir, solo esperando que el tiempo pase, y empujándolo todo para después, sin saber si habrá un después; porque en realidad se ha detenido su anterior programación rutinaria de levantarnos, ir al trabajo, regresar, dormir, hasta esperar las vacaciones. Todo lo anterior está cambiado, lo presenciamos encapsulados en una rutina que ya odiábamos, entonces la experiencia del tiempo se convierte en inolvidable e insoportable a la vez. Luego, nos damos cuenta de que la aceleración del tiempo nos hacía olvidar que corríamos hacia ningún lugar. Hoy más que nunca nos sentimos afectados por el tiempo que lo va cambiando todo, y en la relatividad del espacio como lo demostró Einstein, por eso el lugar del trabajo, la educación, la memoria y la identidad no paran de transformarse sin que tengamos opción a pesar de ser un hors lieu –fuera de lugar–. Los efectos ligados a esas causas propias de estar en el tiempo nos demuestran su capacidad de destrucción más que cualquier explosión nuclear, porque está cambiando todo lo existente y lo imposible puede ser posible, mientras tenemos los ojos bien abiertos como una niña atemorizada que se desvela esperando a dar la bienvenida a lo nuevo.
Estamos en el tiempo de lo que no podemos entender porque no sabemos, en realidad nadie sabe, la ciencia no sabe, las cifras y las curvas son las demostraciones ridículas del no saber, además el gobierno no quiere saber, solo quiere poder, y nosotros solo queremos salir para olvidarnos de la experiencia de vivir en la transición del tiempo sin saber. Ya no resistimos el confinamiento en el que se cruzan y explotan los tiempos de las relaciones mediocres, con la maternidad explotada, la educación a distancia disciplinante y el teletrabajo justificante de la tecnocracia aplastante. Sin embargo, no saldremos hasta que Cronos no haya culminado con su trabajo de creación y destrucción, hasta que no termine de castrar a su padre y devore su descendencia para volver a ser infinito.
La angustia nos ahoga cuando el tiempo se detiene y busca otros cauces, nos cuesta dormir porque descansar tiene una relación profunda con la vida. El miedo se ha convertido en las agujas del reloj mundial, por eso se venden y se compran armas como en la sociedad norteamericana, los estados cierran las fronteras, nos aterroriza quien toca la puerta, no sabemos quién camina en la calle, quién es explotado por UBER y AMAZON trayéndonos la comida, las medicinas, las pequeñas cosas de las que dependemos ahora más que nunca. Desconfiamos de todos y todas, de quien nos da las cifras y elabora protocolos, y del Estado Nación que fue indispensable para que el Neoliberalismo colonizara la vida. La vuelta sobre sí nos convierte en francotiradores de la amistad, en terroristas del amor, en potenciales racistas y peligrosos xenófobos. Al romper con la confianza, nos arropamos con la cobija de la soledad, y la mayoría se lanza a los brazos de los líderes autoritarios sin alma, surrealistas, ignorantes y criminales que nos ofrece el menú populista de nuestros tiempos contemporáneos. Indudablemente, estamos en un presente aislado, único e inasible, inapropiadamente eterno como nunca lo hubiésemos querido.
El tiempo roto abrió un agujero en la esencia de la humanidad cuando salvar las vidas es igual a dejarlas morir, ser solidarios es encerrarnos, luchar es no hacer nada, trabajar no tiene sentido, pero lo tenemos que hacer; estudiar es parte del mandamiento del tecnócrata sin para qué, dentro de un tiempo mal llamado continuidad, atados a la fórmula de la virtualidad del mercado; por tal motivo nos agotamos hasta caer de rodillas, y la esperanza no es más que esperar que pase aquello que no entendemos, y aunque entendamos algo, es mejor no entender. El tiempo roto se invirtió, lo que subsiste es el presente, el leve recuerdo del pasado, y un futuro no escrito; no obstante, queremos que no se parezca a nada de lo que una vez conocimos.
La soberanía del tiempo ha sido maniatada, encarcelada, con nosotros adentro. De pronto el hogar se convirtió en cárcel, la movilidad fue encadenada, el cuerpo fue diagnosticado, la salud ha sido confiscada, la apertura ha sido exiliada. Todos comenzamos a actuar como condenados, los libertarios tomaron sus armas y salieron a reclamar la libertad del asesino, pues su libertad hace tiempo se divorció de la responsabilidad. Nadie parece tener la garantía de la salvación, el confinamiento es el aplazamiento para ganar tiempo. El afuera es un suicidio y no solo una irresponsabilidad. La prohibición del afuera no nos coloca en el adentro sino en el afuera que requiere el Estado de Excepción de la política y la economía.
Aunque nos desplomemos cada día, queriendo cumplir con la moral de la familia, el deber de la patria, la costumbre del sexo, la repetición de la educación, no podemos dejar de estar en la inmovilidad porque el tiempo se detuvo, las bolsas ya no pueden especular, ya no esperamos lo inevitable, nos estamos ahogando en lo impredecible.
Lo impredecible ha entrado como ladrón a nuestras vidas, se metió en nuestra cama, secuestró la esperanza, el dos ya no es la metafísica que reemplaza a lo uno, es contagio para confirmar los relatos apocalípticos de los profetas del desastre de los últimos tiempos, burlándose de la profecía pos-humana de Harari, de la biotecnología que ya supuestamente se encaminaba a terminar con las guerras, el hambre y la enfermedad.
Lo incierto es la única certeza con la que contamos en un tiempo roto. La muerte está ahí, aunque no queramos morir. Todo cuerpo causado es causa, porque los cuerpos actúan entre sí como pensaban los Estoicos. Ahora nos sentimos más desnudos y frágiles que el colonizado que se descoloniza, el marxista que presencia cómo se tambalea el capitalismo, la mujer obligada a protegerse en el reino de la patriarcalidad: el hogar. En fin, el reino de la razón del progreso, la violencia populista y la superioridad blanca han quedado en ridículo. Las cuentas ya no cuadran en el tiempo de la pandemia.
Estamos viviendo una tragedia en cámara lenta. No fue un terremoto, ni una bomba nuclear, ni un tsunami. El virus va avanzando lentamente, matando rápidamente, a medida que se camufla para copiarse en multitud, primero, gracias a la aceleración de la globalización, y luego, con la precarización de la salud, la ineptitud de los estados y la criminalidad neoliberal. El virus, sin tiempo, se propaga entre la frontera de lo vivo y lo inorgánico, entre la pulsión de vida y la pulsión de muerte, abre las puertas de un sistema inmunológico ya debilitado por la fantasía del consumo simbiótico al goce, la explotación y la contaminación de los cuerpos capitalizados y enfermos en la pandemia del cáncer, el colesterol, la diabetes y, en general, el ahogamiento de la vida. El tiempo roto va matando los cuerpos sin renunciar a la estoica categoría de lo incorporal, similar al vacío.
Vivimos en un tiempo sin temporalidad como dice Bifo Berardi, repetir ya no es diferenciar como lo suponía Deleuze, es embriagarnos sin alcohol, salir sin movernos, vivir sin vivir, morir sin dejar de morir. Si no fuera por los ritmos del trabajo, confundiríamos la noche con el día, romperíamos las reglas de la alimentación, hablaríamos para nosotros mismos como si la ipseidad de Yo fuera el único sobreviviente del naufragio. Las determinaciones espacio-temporales de Kant serían una forma pura desplegada de un sujeto ya no empírico sino trascendental.
La experiencia del tiempo sin temporalidad sólo es compatible con una virtualidad que no tiene conciencia y que se introduce en los hogares donde el deseo ha sido clausurado, porque el vivir se redujo a sobrevivir, y el cumplimiento del tecnócrata es un mandato que puede ser burlado. Si el cuerpo es el peligro, la digitalización se viste con el traje del vendedor de seguros mortuorios, para tener una muerte en paz y sin culpa. La única salida del capitalismo digital es la relación sin relación, sin contexto y sin cuerpo, en el cruce vertiginoso de la exterioridad para acaparar la falsa interioridad de una pantalla que se abre sin profundidad, con meras ventanas, similar a las mónadas de Leibniz.
Nos cuentan que afuera caminan los jabalíes, los monos, los lobos, escuchamos los gallos todas las mañanas, los pájaros ya no solo trinan en las madrugadas, también lo hacen en los atardeceres, vemos por redes sociales a los delfines y las ballenas, las playas se limpiaron, el cielo volvió a ser azul y las ratas se apoderaron de las calles y de la política. El Estado de naturaleza volvió y nos pide que le demos la vuelta al Leviatán de Hobbes, para que el estado naturaleza no se convierta en la justificación de la violencia otra vez. El tiempo se volvió curvo, como el pliegue de Deleuze, en un presente que sin ser nada, junta abigarradamente al pasado y al futuro.
Los actos repetitivos dentro de la frontera de lo doméstico se inscriben en la experiencia de un presente patógeno. Tenemos tiempo para recordar cómo éramos, de dónde venimos, para ordenar el closet, porque se nos acabó el tiempo de la proyección, de la imaginación, no podemos ver más allá de nuestras casas, solo vemos aquello que nos llega por las pantallas, mientras hacemos, deshacemos y rehacemos los rompecabezas, esperando que pase la tormenta y no pasa todavía, aunque nos quieran des-confinar para que no nos mate la economía si el COVID-19 no lo hizo antes. Vemos videos para hacer nuevos ejercicios, nos divertimos con los memes, hasta que nos hartamos porque no llegue ningún dios o diosa para salvarnos. La mayoría de nuestros líderes contemporáneos parecen payasos, incapaces de salvarse a sí mismos, por tal motivo, hoy sabemos que tenemos que salvarnos a nosotros mismos, porque el tiempo está fuera de sus goznes, como en el Hamlet de Shakespeare, ya no depende de la órbita solar, ha adquirido su propia desmesura, no depende del reloj ni del minuto. Hemos roto con las reglas de Cronos.
Evitar las preguntas profundas es lo único que puede detener el suicidio. El viaje, las vacaciones, el negocio, el arreglo de la casa, el cambio ha quedado cancelado. Cuando todo cambiaba aceleradamente, ya nada puede cambiar, el cambio es un engaño en el presente prolongado, lo único que debe cambiar es la acción de cambiar, por tal motivo, el capitalismo está en bancarrota, aunque no lo confiese, él es, la gran víctima, un difunto sin prensa que nadie quiere enterrar, ni sabe dónde enterrar, y menos en nuestros cementerios porque nuestros muertos merecen respeto y desean descansar en paz.
¿Para qué reprogramar el viaje de este año? La Champions, los Juegos Olímpicos, las ligas deportivas, ¿qué sentido tiene saber quién ganará?, si en realidad todos somos perdedores y estamos perdidos, nos perdimos en el sistema inevitable. No hay récords, vencedores, no nos interesa saber quién podría ser el primero o el segundo, si nos salvamos seremos héroes sólo por sobrevivir. La vida se redujo a lo más esencial cuando los postmodernos nos decían que no había que esencializar. La oferta del sistema para soportar el hastío y la explotación, el sin sentido de lo superfluo, ya no existe más. La mirada diseñada por la estética y el goce que se produce en el valor de cambio ahora ha caído en la ceguera. ¿Quién te puede verte con tus tatuajes, la moda, tus joyas? ¿Se puede buscar lo atractivo sin los ornamentos que se compran y se venden en el Mall? Hemos sido arrojados al abismo de lo natural, de su belleza pura, de lo que solo puede ser como es, sin la máscara, a la intemperie, en el desnudo más superficial y profundo a la vez. El fenómeno no aparece más, la apariencia se achicharró. Todo lo que compramos para la libertad, la seguridad, la felicidad, ahora hace parte de los basureros que no pueden ser reciclados a pesar de la intención de los indispensables ecologistas.
Desde nuestras casas vemos cómo se derrumba el sistema en la similar escena del film Fight Club (1999) de David Fincher, donde los actores Brad Pitt y Edward Norton presencian la destrucción de la ciudad, en este caso, la destrucción del sistema capitalista con gobiernos miserables e ineptos, pues solo tienen la capacidad decimonónica de engañarnos y/o reprimirnos; mientras Antígona ha regresado para enterrar a sus hermanos, a su esposo, a sus amantes, a sus padres, a sus vecinos, a sus amigos, con el corazón desecho porque no ha parado de llorar, mientras Creonte solo busca el orden y la fuerza para salvar la economía de los que sostienen su aparente y miserable poder, y no la economía de los vendedores de tacos, de las trabajadoras sexuales, de los escritores de poemas que habitan en las calles, de los que ofrecen amuletos de la suerte por alguna moneda, de los que venden caramelos, minutos de celular y helados, de los que intercambian números en los buses urbanos dictados en algún sueño para que los pobres ganen la lotería, la economía de todos los informales del mundo, de quienes inventaron el comercio que aplastó la globalización y su mercado. La ley, por tanto, se deshace en la contradicción entre la vida de la mayoría y el capital, y el dolor de Antígona No es más que un grito desgarrador por los muertos no llorados, enterrados en cualquier parte, por la crueldad y la falsedad de la necropolítica de los estados neoliberales. El tiempo sin infinito, le obligó a algo terrible, a no llorar por los cercanos, y menos por los lejanos, porque ella era la siguiente en la lista. No hubo despedidas, pues perdimos la esperanza del encuentro. El confinamiento nos hizo insensibles al dolor de las ausencias. La promesa de Epicuro no fue cumplida, estar en la conflagración final sin haber conocido el sentido definitivo de las cosas.
En fin, vivimos en el tiempo sin trascendencia, no porque se cerrarán las puertas de las iglesias, sinagogas y mezquitas, como lo dice Harari, sino porque toda reunión se convirtió en un arma letal, los otros devinieron un problema de salud pública, así, la alteridad es eliminada por siempre con el infinito de Levinas, y la totalidad resucita de la nada capitalista. La inteligencia del Iluminismo los había reducido a un concepto sin relación, los gobiernos de derecha y de ultraderecha los habían convertido en un chivo expiatorio para camuflar sus fracasos y esconder su odio, y ahora, con el virus se ha decretado su aniquilamiento, por eso la distancia y la pérdida de la confiabilidad entierran para siempre la alteridad. Este tiempo sin transcendencia es la llegada del Aión en un presente sin instantes, atrapado por el acontecimiento de la pandemia, más allá de las causas porque los efectos ya entraron por los tejados, visible en las superficies y sin la profundidad del estado de las cosas.
- El tiempo ya no es oro
El tiempo ya no es oro, no podemos correr porque estamos encerrados. Hemos perdido el sin sentido de correr sin para qué, lo cual es una increíble ventaja. La máquina se ha detenido, ella se ha bloqueado en su frenesí. Esa máquina necesitaba de mucha digitalización y también de mucha cocaína para sostener su ritmo. En el camino había quedado fuera más del 50% de la población mundial, devinieron innecesarios y desechables, por tal motivo, los migrantes, las víctimas de las guerras creadas por Occidente, los pueblos de África y los Árabes, los pueblos de América Latina, el Caribe y Asia, las personas con diversidades funcionales, los habitantes de las villas, las colonias, las favelas, los tugurios del mundo, todos ellos sobreviviendo y caminando en el hilo de la vida y de la muerte desde antes de la pandemia. Los que ya estaban adentro, el Norte, gobiernos, clase alta y media, empresas, intelectuales, artistas, rectores, gobiernos, tecnócratas, estaban obligados a estar en el multitasking y a sostener lo insostenible, a luchar contra los de abajo, para tener la comida que nos dan los de arriba, como en el film El hoyo (2019) de Galder, Gaztelu-Urrutia, y devenir emprendedores para intentar tener la carta de membrecía al club de los civilizados, silenciando la verdad y la justicia, vendiendo lo que no sirve, consumiendo lo innecesario, convirtiendo en esencial lo frívolo y haciendo el culto al valor de cambio que eliminó el valor de uso. En efecto, Cronos ya no estaba en el movimiento regulado de presentes vastos y profundos.
Se ha roto la fantasía del capital, esa fantasía que nos sacaba del tiempo real, y que logró hacernos creer que lo único real era la ficción, a la que accedíamos por el mercado, asunto que entendió muy bien el narcotráfico y sus mafias. ¿A quién nos queremos parecer? De pronto, la fantasía la tuvimos que guardar en una de las cajas junto a los zapatos viejos. Ya no tenemos que vestirnos elegantemente o maquillarnos para agradar a alguien, o cortarnos el cabello, o querer aparecer atractivas o guapos, la autenticidad está a la mano, porque la fantasía duerme junto a los zapatos viejos. Ya no queremos ser como los europeos o los norteamericanos, además ellos nunca quisieron ser como nosotros. Será un mal chiste que algún gobierno nos proponga un plan de vida copiado del Norte después de la catástrofe. ¿Podemos seguir midiéndonos con algo o con alguien? ¿Cuál es la medida absoluta? ¿Es PISA la medida de la educación del Sur? ¿Queremos un modelo de vida norteamericana? ¿Todavía soñamos con la humanidad de la vieja Europa? Necesitamos mirar a nuestra América que nunca termina de ser y de creer en sí misma. Ya no podemos seguir creyendo en el tiempo y el espacio absoluto después de Einstein, porque nada es lineal, no lo es el progreso y tampoco el desarrollo, no lo es la civilización y tampoco la distinción del capital, el espacio y el tiempo es curvo, relativo y elíptico. Si bien todo tiene una extensión y ocurre en un lugar, todo tiene un principio y un final, entonces: ¿cuál es la extensión de lo que podemos ser? Aunque todo tenga un después y un antes, un aquí, un allí y un ahora, ¿en qué momento se comienza a existir de nuevo?
Ahora el dinero ya no nos sirve para comprar lo superfluo, el confinamiento nos obliga a vivir con lo necesario, y lo necesario hace mucha falta en nuestras sociedades tan desiguales, por eso la importancia de la propuesta de Piketti. Hemos tenido que aprender a vivir como lo tienen que hacer los pueblos que bloquea Norteamérica, o como viven los pueblos después de la invención del sujeto terrorista, porque no se sometieron al expolio o al fracasado modelo occidental. ¿Cuál es el valor del dinero? Tener más es una ironía, casi no tener o no tener, es un crimen, ahora y siempre lo será. Cuando se tiene más y más, serán más y más los desposeídos, cuando se tiene menos y menos, no será posible la vida de todos. Mientras los ricos ponen a “salvo” sus riquezas en los paraísos fiscales, la casi totalidad del planeta se apresta para una situación peor que la pandemia: la profundización de las contradicciones del Capitalismo y los efectos de su posible fin. Tal acontecimiento sigue su propia ontología en un tiempo que parece flotar, que dejó de ser monótono por la angustia, y no tiene ninguna duración pues sigue perteneciendo a la geometría natural del universo.
No nos sirven las cosas que nos hacían ganar tiempo, los autos están guardados, los aviones solo pueden despegar para tareas humanitarias, el metro está casi vacío, los pequeños negocios están quebrados, y los grandes negocios están esperando que los gobiernos capitalistas les salven; las peceras, como se llaman a los buses de las colonias en México, van con los y las trabajadoras que nadie ve y también con miedo a morir, pero sin opción, pero son ellas quienes nos permiten sobrevivir, porque desde antes han vivido en la economía del cuidado. No hay tiempo para mejorar los cuerpos en los gimnasios, lo que queda es esa virtualidad que estaba adentro desde antes: teletrabajo, educación a distancia, compras, medicinas, virtualidad que hoy se vende como la promesa del éxito. Google ha llegado para “salvarnos”, qué ironía. En efecto, el tiempo flotante de la pandemia es ahora un tiempo pulsado por las nuevas y viejas fuerzas.
El tiempo en el que ha vivido el capitalismo ha sido el tiempo de la muerte. El virus no solo ha develado que no tenemos buenos gobiernos ni buenos sistemas de salud y de educación, no solo ha demostrado que quienes gobiernan y apoyan al gobierno son unos criminales de la vida, la salud, y la educación, el virus ha dejado al descubierto que el capitalismo es tanático, apocalíptico, de espaldas al Buen Vivir, no solo por sus contradicciones, el capitalismo en sí mismo es pandémico. El presente, por tanto, quiere ser continuidad, no quiere cortar con el pasado, y menos romper con el futuro anterior. Se quiere fundir entre los dos, sin culpa y sin remordimiento. Quiere recubrirse y fundirse, como si nada. La intersección es el significante del recubrimiento. Su aparente reposo es móvil para adecuarse a la metáfora de la continuidad, a pesar de que las dos caras del no ser del pasado y del futuro, nunca entren en contacto.
Este tiempo de pandemia nos hace entender lo que no podíamos entender, que el capitalismo es vulnerable a pesar de Logan en los X- Men; que no había que hacer coincidir la conciencia de la clase trabajadora con las condiciones de posibilidad para esperar el tiempo del cambio, como pretendió Lenin; que la potencia no solo hace parte del ser, como lo afirmará Spinoza, también hace parte del no ser, porque algo muy pequeño, invisible, impredecible, ha podido descomponer el sistema-mundo, ya enfermo desde antes y testimoniado en las protestas mundiales del 2019 desde Beirut hasta Santiago. El capitalismo no era invencible a pesar de sus armas, de su represión, de la imposibilidad de vernos fuera de la democracia representativa, de la ceguera de la economía y de sus acólitos y turiferarios de la clase media. El sistema-mundo creó las condiciones del desastre cuando vivió bajo la égida del tiempo es oro, y produjo la destrucción de la naturaleza con su lógica demente de la acumulación y de hacer que todo lo que exista se transforme en una mercancía. El tiempo convertido en oro, aceleró, no el tiempo, sino la máquina, y nos robó la posibilidad de pensar en el tiempo, de sentir con el tiempo y de la caricia fuera del tiempo.
El después del tiempo, el après nos da lecciones como el pájaro de minerva de Hegel volando en el crepúsculo. El tiempo de la competencia, del cálculo y las cifras, no es el tiempo de lo mejor, no es tampoco algo que se pueda encontrar entre lo menos y lo más, lo mejor no proviene de la matemática, su fuente no está en el equilibrio de los extremos. El más del mercado que se reproduce ilimitadamente no fue una solución mágica, fue una solución ciega que produjo epidemias, el Ébola, la gripe Aviar, el Sars, el Coronavirus, el regreso del sarampión y la tuberculosis. El tiempo del capitalismo se puso de espaldas al tiempo de la vida, a la felicidad y al amor, aunque efímeros, contienen la eternidad y son como el agua que recibimos en nuestras manos cuando solo contamos con ellas y estamos sedientos, pues no podemos intentar atrapar el amor o la felicidad, no son objeto de acumulación, no puede ser poseídos, solo sentimos que nos refrescan sin saciarnos, para obligarnos a colocar siempre las manos en el gesto más puro de humildad, para que el otro o la otra se regrese y nos mire con ternura.
La expansión del capitalismo se había detenido en los últimos 10 años, estaba ya en crisis, y no aceptaba su estancamiento, por eso el recurso a la austeridad de los de siempre. La aceleración intentó sacar del fango a la máquina, pero terminó por generar implosiones. Mientras tanto, los algoritmos suplantaron la existencia y los cuerpos se desmaterializaron hasta que el virus nos recordó la fragilidad que nos constituye. El espacio que se amplió se globalizó y se contrajo hasta perderse en el lugar. El poder del mercado dejó a los Estados Nación en la ingobernabilidad. En realidad, la cooperación internacional sin cuestionamientos al mercado quedó convertida en una agencia que se pelea entre el egoísmo y la caridad. La contradicción entre el mercado mundial de la economía y la política de los Estados Nación es consecuencia de la aceleración del tiempo de la mundialización y el no-lugar del mercado. El adentro y el afuera tuvieron registros diferentes de tiempos que iban y venían como las olas del mar en nuestras costas. El adentro se podía planificar, pero el afuera fue el gran Leviatán apocalíptico. Por fin lo privado se convirtió en el nido de lo público, mientras lo público abandonó su sustantividad en el mismo momento que lo común se declaró en retirada.
David Harvey nos recuerda que Marx decía que la recesión se provoca no porque no se pueden vender los productos, sino porque no se venden a tiempo. Este problema convierte al neoliberalismo en criminal porque no es eficiente tener 400 camas en un hospital público, como lo dijera el presidente del Ecuador. Luego, ¿para qué universidades grandes si pueden tener cursos on line para cientos y miles de estudiantes? ¿Para qué profesores si existe la educación a distancia? ¿Para qué la investigación si somos subdesarrollados? El tiempo de la eficiencia reemplazó los resultados por el futuro, las evidencias por el sentido, lo flexible por los principios, y obsolescencia por la duración, la inmediatez por la previsión. Entonces, ¿para qué guardar si el mercado es globalizado? ¿Para qué escribir con… y para el futuro si lo que cuenta es el número de escritos? ¿Para qué los principios y las lealtades si todo cambia? ¿Para qué cambiar el mundo si el mundo es quien nos cambia? ¿Para qué el futuro sino todo debe estar prêt-à-porter, prêt-à-jouir?
No hay tiempo para el pensamiento en el capitalismo, por tal motivo no es extraño que el acto de pensar haya sido desprovisto de su horizonte, por consiguiente, la vida de los jubilados sea una mera estadística. De hecho, el capitalismo escondió a los adultos mayores en las cajas modernas llamadas geriátricos, porque el mundo es de los jóvenes y de las fórmulas del mercado que nos infantilizan, como bien lo señalara Badiou en su libro La Vraie Vie. Además, nuestras sociedades imbuidas en el capitalismo pulsional que desarrolla la lógica del capricho van a requerir cada vez más del autoritarismo, tal como lo señala Meirieu en el Deber de Resistir.
Ante la descomposición que ha provocado el tiempo es oro del capitalismo, tenemos que buscar la respuesta a dos preguntas fundamentales: ¿es posible un mundo fuera del capitalismo? ¿Es posible otro tiempo, en el que el tiempo no sea oro, sino amor, vida, justicia, verdad, fraternidad, buen vivir? Sin tales respuestas el presente tendrá el espesor del espejo y el futuro seguirá la repetición de las viejas fórmulas del desastre.
- ¿Qué queremos que pase en el tiempo?
No se trata de querer saber qué va a pasar, porque lo que no hay ahora es saber, pues las tres preguntas kantianas sobre el saber, el hacer y la esperanza, están suspendidas. Solo cabe pensar e imaginar qué queremos que suceda. Sabemos que el dolor, cuando no nos mata o no nos destruye, nos puede llevar a un momento de lucidez, y cuando se tiene lucidez es para decir que ya no queremos vivir como antes. Pero no basta con saber lo que no queremos. La negatividad del pecado original de nuestra antropología cristiana y la negación de la negación hegeliana no nos coloca directamente en el tiempo de la invención. No es que el yo está en el tiempo, es el tiempo que está en el yo, y está como un nosotros que ahora solo vemos desde las ventanas de nuestras casas o en las redes sociales.
En el confinamiento aprendimos una lección inolvidable, y es la división entre lo importante y lo insignificante. ¿Tendremos la capacidad de seguir haciendo esta distinción después del confinamiento? Vamos a tener que decidir, o de lo contrario lo seguirá haciendo el mercado y la publicidad por nosotros, con cada uno, en cada casa, en cada comunidad, en cada barrio, cada pueblo, y para eso necesitamos tiempo no solo para pensar sino para pensar bien, hacer bien y sentir bien. Quizás tengamos que recurrir a los pliegues de Leibniz y del barroco, pues lo que se pliega es lo que se conecta, aunque no se muestren los puntos de conexión, y entendamos que la tortilla que se pliega es una conexión con el pasado, que puede garantizar un mejor futuro.
El Estado-Nación no puede seguir tomando las decisiones por todos, todas y todes, la democracia representativa no es democrática, no podemos dejar que la vida se sigue decidiendo entre demócratas y republicanos, entre laboristas y conservadores, entre mafiosos y reformistas, entre liberales y conservadores, entre la derecha, y la izquierda, por miedo al fascismo nunca sepultado de la ultraderecha que galopa por nuestros campos devastados, queriendo matar a la mayoría para que vivan los elegidos. Iniciemos con el tiempo de reinventar el Estado y recuperar la política. La historia no puede seguir siendo escrita por los vencedores, la política no puede estar a manos de los asesinos, la economía no la puede dirigir quien perdió el alma, la educación no merece a los mercenarios que pretenden enseñar algo solo por el dinero. Al final no somos más que seres humanos frágiles que queremos arañar un pedacito de felicidad, que requerimos muy poco para el Buen Vivir, que somos tan débiles y desprotegidos que solo bastaría un abrazo para sonreír y seguir, o que solo queremos que nos escuchen mirándonos a los ojos, porque sabemos que vivir es convivir, que aprender es aprender con.., que la vida sin amor no merece ser vivida, que el final ya está escrito, y que esta aventura de vivir que todos compartimos, merece ser vivida como una experiencia inolvidable por cada uno de nosotros, para nuestros hijos, amigos, amores, para todos los que conocemos y no conocemos, los que están por nacer, los que tienen miedo, los que nadie mira, los que no interesan a nadie, pero sabemos que en el fondo siempre han luchado por lo mismo. El nuevo tiempo es la coexistencia entre el pasado, el presente y el futuro. Queremos que el mango tenga el sabor al mango, que las sopas que nos vinculan con el pasado, sobrevivan al presente, y estén en las mesas de futuro inmediato, queremos en esta travesía traer todo lo indispensable para vivir. No podemos vivir excluyendo el antes y el después, ese antes de migrantes y explotados, que necesitamos liberar, este presente de profundas desigualdades y la negación del futuro desde mucho antes de la pandemia. Tenemos que desplegar el pasado contraído para evitar que el futuro haga tabula rasa o convierta a la memoria en un dispositivo electrónico de control.
¿Hacia dónde queremos ir cuando la casa se ha caído? ¿Podemos hacer como si no hubiese pasado nada? Difícil, la muerte global y la destrucción de la economía están ahí, y cada día que pasa es peor. No se pueden guardar los cadáveres debajo de la alfombra e intentar encender nuevamente las máquinas. Los que recurren a la austeridad para hacer recortes a la educación y a la salud, simplemente son unos miserables, sepultureros neoliberales de la vida. La casa la tenemos que construir todos y todas, todes, necesitamos una nueva casa, donde entremos todos y usar algunas cosas que nos sirven de la anterior casa. ¿Estamos dispuestos a ponernos el overol? ¿Queremos recuperar el tiempo perdido? No obstante, no tenemos conciencia del tiempo perdido porque nunca lo hemos experimentado y ésta es la paradoja de Marcel Proust. Tenemos que hacer lo que nunca nos permitieron hacer, pero algunos lo hicieron. La conciencia no será el timón, la imaginación y la generosidad estarán al inicio en y después, por eso el tiempo perdido no puede ser explicado, aunque esté justificado.
¿Tenemos la capacidad para salir del goce estético? Hemos pasado meses viviendo en la simplicidad, sin el consumo que forma parte de la mirada, la distinción y las nuevas identidades. Todo ha quedado en su lugar. ¿Vamos a buscar nuevamente que el consumo nos abrace hasta la asfixia? Hemos tenido que separar el placer del consumo por el deseo de seguir con vida. Esperamos que hombres, mujeres, gays, travestis, bisexuales, transgéneros, diversidades sexuales, comunidades, obreros, pueblos que sigamos aprendiendo a ser fuera del goce estético del capitalismo, haciendo lo que ninguna revolución ha logrado: personas auténticas, capaces de optar por el compromiso sobre el cumplimiento, por la vida de los más débiles en lugar de sus intereses mezquinos. Si eso no ocurre, probablemente seguiremos esperando el tiempo final. Vamos a tener que volver sobre la repetición como la condición ineludible de la diferencia que nos mostrara Deleuze. No se trata solo de estar más allá de las generalidades impuestas, también hay que estar más allá de las particularidades de la memoria.
Hoy más que nunca tenemos necesidad de ser realistas para reinventarnos. Cualquier reinvención va a tener que ser concreta, plural, mayoritaria y realista. Cada vida es insustituible, cada pueblo es imprescindible, cada medida implicará sacrificio, cada plan va a exigir audacia. El mundo merece ser pensado desde tres ejes: salud, educación y economía, todos estos deberán ser tejidos por la política del cuidado, la emancipación y lo común. Indudablemente tenemos que inaugurar un nuevo tiempo.
Los latinoamericanos hemos experimentado 500 años de colonización, las mujeres han vivido 2.000 años de patriarcado, los obreros, los desempleados y la naturaleza han padecido 200 años de capitalismo, y los pueblos del mundo han sufrido 50 años de dominación norteamericana. La pregunta es: ¿Podemos hacer un quiebre ahora? ¿Qué tenemos que hacer hoy para por fin ser nosotros con otros? ¿Para que los otros sean otros? ¿Para no tener que decidir entre la naturaleza y la vida? ¿Entre el derecho de todos o el privilegio de unos pocos? ¿Entre morir de hambre o morir por contagio?
Nos encontramos en un umbral, donde podemos elegir entre lo peor y lo mejor. Podemos olvidarnos de la deuda, el crédito, la acumulación y vivir más en la solidaridad y la cooperación. ¿Ha cambiado nuestra manera de pensar? Como dice Byung-Chul Han, el virus no hace la revolución, la revolución la hacemos nosotros. En efecto, estamos seguros de que las cosas van a cambiar, no sabemos hacia qué dirección, pero no podemos dejar que los mismos que nos llevaron al borde sean ahora los que nos digan hacia dónde debemos ir. El yo tendrá que ser un nosotros, y el nosotros deberá implicar a la naturaleza.
Tuvimos que aprender a vivir en un mundo alterado, necesitamos construir no un mundo perfecto, pero si mejor del que teníamos antes de la pandemia. Ese mundo solo se sostuvo por la represión, la ideología y la propaganda. Es el tiempo de algo irreductiblemente nuevo.
Ya no somos los mismos, y podemos salir con mucho odio porque el miedo, por alguna razón, lo provoca. Hay una tentación a la regresión autoritaria, puede ser muy peligrosa por medio de la vigilancia virtual y totalitaria. Va a ser clave demostrar que los que salieron mejor es porque tuvieron mejores sistemas de salud pública, tuvieron educación, ciencia y porque tuvieron líderes en quien confiar la población y no actores siniestros del cálculo y de la muerte.
Es importante que hacia donde queremos caminar, haya democracia, derechos, futuro, educación, salud, un salario mínimo. No podemos olvidarnos que cuando se nos acaba el futuro, la única solución es encerrarnos. El tiempo es movimiento, sucede en relación con el espacio, tiene un principio y un final, y no siempre es lo mismo. Los espacios que habitamos, en los que nos desplazamos, donde trabajamos, donde nos divertimos, van a requerir de nuevos movimientos para ser compatibles con el tiempo que deseamos inaugurar.
No sé si todos vamos a aprender, pero hay dos duros aprendizajes que han quedado en esta historia de pandemia: la primera es la fragilidad de lo humano que necesita de lo común para establecer lo singular. La fragilidad nos constituye de principio a fin. De nada sirven los héroes con súper-poderes, necesitamos confiar en quien pregunta, en quien llora, en quien nos dice que está perdido, en el que no niega un abrazo porque es lo único que siempre puede, y en realidad, es lo único que necesitamos cuando nos falta todo a pesar de que nos sobre nada. Construyamos en este tiempo la antropología de la fragilidad, no para justificar sino para ser mejores, y solo confiemos en ella para construir el Buen Vivir. Para ello, necesitamos colocarnos en el tiempo en que lo posterior no sea una repetición de lo anterior.
La segunda, el mundo solo puede ser socialista, no puede ser de unos pocos que se aprovechan de todos. La vida no se puede vivir en la desigualdad, en la pobreza, en el patriarcalismo, en la colonización, y para vivir se necesita convivir con la naturaleza, en cooperación, sin fronteras, con poco dinero se puede ser feliz. En efecto, requerimos más que nunca del Buen Vivir.
En fin, lo que en realidad vamos a necesitar es tiempo para la educación, porque nada que pretendemos sea humano, es extraño para la educación. Por lo tanto, vamos a necesitar no de un pedazo de tiempo del tecnócrata, porque no hay cuantificador del tiempo en la educación, tampoco será el tiempo de la aceleración del capitalismo que en realidad no existe en términos de la física, sino la duración del tiempo de la educación que contrasta con la brevedad del acto y la fragilidad de la vida.
Stephen Hawking en La Historia del Tiempo, hablando de la relatividad general, escribía lo siguiente: “En ella, el espacio y el tiempo son cantidades dinámicas: cuando un cuerpo se mueve, o una fuerza actúa, afecta a la curvatura del espacio y del tiempo y, en contrapartida, la estructura del espacio-tiempo afecta al modo en que los cuerpos se mueven y las fuerzas actúan. El espacio y el tiempo no sólo afectan, sino que también son afectados por todo aquello que sucede en el universo”. Luego, este tiempo tan dinámico, sin precedentes, permite esperar lo otro, que no sabemos qué será, del que no tenemos certeza si será mejor o peor, pero no saldrá del intervalo del origen y del final del universo. Aún así, el tiempo biológico nos permitirá modificarlos y mutar, el tiempo filosófico pretende hacer que lo imposible sea posible, el tiempo de la poesía nos ayuda a contemplar otro mundo deseable, y solo el tiempo de la educación puede construir aquello que siempre formó parte de la esperanza.
México, 15 de mayo del 2020
[1] Filósofo. Ex rector de la UNAE, Ecuador. Actual investigador de la UNAM, México.
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