“Género, tiempo y cuidados”

El jueves 27 de febrero, la Directora Ejecutiva de CLACSO, Karina Batthyány, dictará la Conferencia “Género, tiempo y cuidados” en el marco del “Seminario Internacional de Teoría Social – El capitalismo latinoamericano en pleno siglo XXI” con foco en América Latina y el sur global.
Organizaron el Departamento de Sociología de la Universidad de Barcelona (España), la Universidad de Flensburg (Alemania) y la Universidad de La Frontera (Chile).

Género, tiempos, cuidados
Karina Batthyány
El propósito de esta conferencia es aportar algunas reflexiones en torno a la emergencia de los cuidados como objeto de estudio y como problema público en América Latina y el Caribe, en el contexto de la denominada crisis de los cuidados y bajo el prisma de las desigualdades de género.
Desde su aparición como preocupación académica hasta hoy, los cuidados en general se han configurado como uno de los campos de estudio más dinámicos y controvertidos en las ciencias sociales contemporáneas.
La emergencia del cuidado como problema social
En los últimos años, el término cuidado ha comenzado a aparecer en primer plano en las políticas sanitarias, educativas, de servicios sociales y de pensiones. El cuidado se ha vuelto una dimensión clave del análisis y la investigación sobre las políticas de protección social, y han comenzado a verse -con más lentitud que la deseada- avances normativos que apuntan al reconocimiento de este como un asunto público y no privado.
La pandemia puso en evidencia la importancia de los cuidados para la sostenibilidad de la vida, su injusta organización social en América Latina y el Caribe, en donde se los sigue considerando una externalidad y no un componente fundamental para el desarrollo.
Los estudios de género han mostrado cómo las tareas que ocurren en el ámbito doméstico son cruciales e imprescindibles para el funcionamiento del sistema económico y para el bienestar social. La noción de cuidados surge para representar el trabajo de reproducción englobando también la parte más afectiva y relacional de estas actividades.
Podemos decir, sin pretensión de ofrecer una definición exhaustiva, que el cuidado designa la acción de ayudar a un niño, niña o a una persona dependiente en el desarrollo y el bienestar de su vida cotidiana. Implica hacerse cargo del cuidado material. Es un trabajo. Pero también representa un cuidado económico que, a la vez, tiene un costo en ese sentido. Abarca, además, un cuidado psicológico que acarrea un “vínculo afectivo, emotivo, sentimental”. La especificidad del trabajo de cuidado se basa en lo relacional. La definición propuesta por la socióloga española María Ángeles Durán (2000) establece que el cuidado proporciona tanto subsistencia como bienestar y desarrollo. Abarca la indispensable provisión cotidiana de bienestar físico, afectivo y emocional a lo largo de todo el ciclo vital de las personas.
El cuidado puede ser realizado de manera honoraria o benéfica por parientes, en el entorno familiar, o puede ser realizado de manera remunerada en el marco de la familia o no. La naturaleza de la actividad variará según se realice dentro o fuera de la familia y, también, de acuerdo con si se trata de una tarea remunerada o no (Batthyány, 2005).
La emergencia del cuidado como objeto de estudio
El cuidado es un concepto en continuo proceso de construcción teórica, que fue incorporado por la academia desde el sentido común sin una conceptualización teórica inicial (Carrasco et al.,2011; Thomas, 2011). Por su riqueza y densidad teórica, el cuidado se terminó en convertir, tanto en la academia como en la política, un concepto potente y estratégico, que logró articular debates y agendas dispersas.
Los debates académicos sobre el cuidado se remontan a los años ’70, en los países anglosajones, impulsados por las corrientes feministas en el campo de las ciencias sociales para representar el trabajo de reproducción englobando también la parte más afectiva y relacional de estas actividades. En América Latina y el Caribe los cuidados han sido objeto de conocimiento específico en los últimos veinte años.
El abordaje de los cuidados comenzó entendiéndose como uno de los distintos tipos de trabajos no remunerados. Durante los años setenta y ochenta, los cuidados estaban integrados a lo que se conocía como “trabajo doméstico”. En estos primeros trabajos, el cuidado no era lo central: El énfasis en el estudio del trabajo doméstico estaba puesto en visibilizar las tareas que las mujeres desarrollaban en los hogares de manera no remunerada pero que contribuían con el bienestar social.
A medida que los estudios se multiplicaron, el análisis de estas tareas se fue complejizando. Se incorporaron nuevos problemas, como el vínculo de estas tareas con la división sexual del trabajo y las esferas productivas y reproductivas; y se avanzó en la descripción y entendimiento de las actividades que se llevan a cabo al interior de los hogares, y de su distribución entre varones y mujeres.
En el proceso de visualización y comprensión del trabajo no remunerado, los cuidados comenzaron a distinguirse del trabajo doméstico. El cuidado tiene sus similitudes con el trabajo doméstico porque comparte su invisibilidad y su asociación con habilidades femeninas, pero se distingue por su componente relacional. Este desplazamiento clave, permitió diversificar los tratamientos hacía el cuidado, hasta constituirlo en un campo de conocimiento (Batthyány, 2020).
Los cuidados como nudo crítico de la desigualdad en América Latina y el Caribe
América Latina presenta una gran heterogeneidad en la organización social del cuidado, derivada de dinámicas familiares, mercados de trabajo y estructuras económicas muy diferenciadas, así como también de Estados con fortalezas y tradiciones disímiles. A pesar de éstos, los elementos disponibles hasta el momento muestran algunos rasgos comunes que caracterizan la organización social del cuidado en la región. Entre éstos, sobresale con fuerza el hecho de que el cuidado siga siendo una función privada, principalmente de las familias y, como es conocido, de las mujeres dentro de las familias.
La mirada del cuidado como componente del bienestar, enfocada en entender el lugar del cuidado en los regímenes de bienestar, tiene sus raíces en las críticas y la problematización aplicadas desde la literatura feminista a las tipologías introducidas por el sociólogo danés Gøsta Esping-Andersen (1990) sobre los regímenes de bienestar, de acuerdo con la distribución de responsabilidades sociales que haya entre el Estado, el mercado, la familia y el sector voluntario o instituciones sin fines de lucro.
Los principales cuestionamientos consideraban que el análisis del sociólogo danés no les otorgaba a las familias y a las mujeres la relevancia que tienen como proveedoras de bienestar. En respuesta, las feministas desarrollaron una extensa obra teórica que sí caracteriza el aporte de las familias al bienestar y las desigualdades de género en los hogares (Shahra Razavi, 2008).
Al igual que en gran parte del mundo, los regímenes de bienestar en América Latina presuponían a los varones empleados en actividades fuera del hogar y a las mujeres en la casa, cuidando de niños y adultos mayores. Es un modelo profundamente cuestionado tanto desde el punto de vista empírico como normativo.
Los datos disponibles demuestran que, en los últimos treinta años, se desdibujó esta versión de la familia y de los mercados laborales. Sintéticamente, esto se expresa en un incremento de los hogares con jefatura femenina, un sostenido aumento de los divorcios, mayor desempleo e informalidad dentro de la población masculina y un marcado crecimiento de la tasa de participación y empleo femeninos en mercados de empleo, también más informales y precarios (CEPAL, 2018).
En América Latina y el Caribe la estructura productiva, los roles de género y la configuración de las familias consolidaron profundas inequidades en la distribución del tiempo de los varones y las mujeres. La actual organización social del cuidado presenta un gran desequilibrio entre los cuatro ámbitos de acceso al bienestar: las familias, el estado, el mercado y la comunidad. De ello se derivan desigualdades en términos de oportunidades para el desarrollo personal y profesional de varones y mujeres. Tal es así que, en la región, antes de la pandemia, las mujeres dedicaban entre 22 y 44 horas semanales a las tareas domésticas y de cuidados. Las encuestas de uso del tiempo que se han realizado en la región, han permitido evidenciar que las mujeres ocupan dos tercios de su tiempo en trabajo no remunerado y un tercio en trabajo remunerado, mientras que los hombres ocupan su tiempo en la relación contraria (CEPAL, 2020).
En América Latina y el Caribe las desigualdades sociales están estrechamente vinculadas con la provisión desigual de cuidado familiar y social conformando un verdadero círculo vicioso: quienes tienen más recursos disponen de un mayor acceso a cuidados de calidad, en circunstancias que tienen menos miembros del hogar que cuidar.
La investigación empírica da cuenta que la organización social del cuidado en la región es resultado dinámico de la manera en que se interrelacionan de forma cambiante las familias, el Estado, el mercado y las organizaciones comunitarias para producir cuidado, y que aún recae de manera preponderante sobre las mujeres (Faur, 2009; Esquivel, 2011; Rodríguez Enríquez, 2015; Salvador, 2011).
La pandemia volvió evidente la importancia de los cuidados para la sostenibilidad de la vida, así como la poca visibilidad que tiene este sector en las sociedades y en las economías de América Latina y el Caribe, en las que se sigue considerando una externalidad y no un componente fundamental para el desarrollo.
Una agenda con los cuidados para la vida en el centro
Esta crisis ha puesto en evidencia que es el momento de comenzar a pensar en nuevas formas de organización social en general, donde la organización social del cuidado ocupe un rol central. Nos encontramos en un tránsito hacia sociedades que sufrirán reconfiguraciones a corto y mediano plazo. Es necesario que seamos capaces de instalar la necesidad de poner los cuidados en el centro, superando el mercado como eje organizador de la vida en común. Un avance significativo en la región al día de hoy es el posicionamiento de la temática del cuidado en la agenda pública como resultado del desplazamiento del centro del análisis desde el ámbito privado de las familias a la esfera pública de las políticas.
Poner a los cuidados en el centro supone empezar a pensar en términos relacionales, en el reconocimiento y el respeto del otro, de correr el eje de la individualidad liberal y la autonomía que prima las relaciones humanas hoy día y colocar en el centro la interdependencia, reciprocidad y complementariedad. Las personas necesitamos de bienes, servicios y cuidados para sobrevivir. Los cuidados son relacionales e interdependientes: todos hemos precisado o precisaremos de cuidados en algún momento de nuestra vida y todos hemos cuidado o cuidaremos a alguien en las etapas de nuestro ciclo vital (Batthyány, 2021).
Las tareas de atención y cuidado son un trabajo imprescindible para la reproducción social y el bienestar social y de las personas. La economía considerada productiva se sostiene en el trabajo del cuidado no reconocido ni remunerado, subvencionando tanto los servicios públicos como los beneficios privados. Las políticas de cuidados tienen un gran potencial para impactar en la equidad de distribución del ingreso; en la equidad entre varones y mujeres; en la promoción de procesos de cambio poblacionales; en la división sexual del trabajo y el déficit de cuidados a nivel familiar; y en el mercado de trabajo.
Se necesitan medidas que rompan los moldes tradicionales para que no seamos siempre las mujeres las que sostenemos en los momentos críticos el funcionamiento de nuestras sociedades. La intensificación de la crisis de los cuidados como efecto de la pandemia no se resolverá con pequeños ajustes en las políticas sociales, ni por repartir más equitativamente el cuidado entre varones y mujeres a nivel individual, sino que su importancia y valor se reconozca y pueda ser provisto también en parte por la sociedad y con el Estado asumiendo su responsabilidad.
La crisis de cuidados en América Latina: causas, desafíos y posibles soluciones
La crisis de cuidados en América Latina se refiere a la creciente dificultad para proveer los cuidados necesarios a una población que requiere atención, como personas mayores, niños, enfermos crónicos y personas con discapacidades, en un contexto de profundas desigualdades de género y transformaciones sociales. Esta crisis, que se manifiesta tanto en el ámbito público como en el privado, está impulsada por factores demográficos, sociales y económicos que ponen presión sobre las estructuras familiares y los sistemas de bienestar, y tiene consecuencias desproporcionadas para las mujeres. En este análisis se abordan las causas, manifestaciones y desafíos de la crisis de cuidados en América Latina, así como posibles soluciones para enfrentarla.
Factores que impulsan la crisis de cuidados en América Latina
La crisis de cuidados en la región tiene su origen en una combinación de factores estructurales y demográficos que han generado una demanda creciente de cuidados y, al mismo tiempo, una oferta insuficiente de servicios. Algunos de estos factores son:
- Envejecimiento poblacional: En muchos países de América Latina, la población está envejeciendo rápidamente debido a la mayor esperanza de vida y la disminución de las tasas de fecundidad. Esta transformación demográfica ha incrementado la demanda de cuidados para personas mayores, muchas de las cuales requieren atención constante por enfermedades crónicas o limitaciones físicas. En países como Uruguay, Argentina y Chile, la proporción de personas mayores de 60 años está aumentando significativamente, lo que genera una presión creciente sobre las familias para proveer estos cuidados.
- Transformaciones en la estructura familiar: Las familias latinoamericanas han experimentado profundos cambios en las últimas décadas. El tamaño promedio de los hogares ha disminuido, y se ha incrementado el número de hogares monoparentales, encabezados mayoritariamente por mujeres. Además, el aumento en la participación laboral femenina ha reducido la cantidad de tiempo disponible para el trabajo de cuidados dentro del hogar, sin que esta entrada en el mercado laboral haya venido acompañada de una redistribución equitativa de las responsabilidades de cuidado entre hombres y mujeres.
- Feminización del cuidado: En América Latina, la gran mayoría del trabajo de cuidados –tanto remunerado como no remunerado– es realizado por mujeres. Según estudios de la CEPAL, las mujeres dedican entre el 22% y el 42% más de tiempo que los hombres a tareas de cuidado y trabajo doméstico no remunerado. Esta distribución desigual genera una doble carga laboral para las mujeres, quienes además de sus empleos remunerados, asumen la mayor parte de las responsabilidades de cuidado, lo que afecta sus posibilidades de desarrollo profesional y económico.
- Deficiencias en los sistemas de protección social: En gran parte de América Latina, los sistemas de protección social están fragmentados y son insuficientes para satisfacer las necesidades de cuidado. Aunque algunos países, como Uruguay con su Sistema Nacional Integrado de Cuidados (SNIC), han avanzado en la creación de políticas públicas para abordar esta problemática, en la mayoría de los casos, los servicios de cuidado disponibles son limitados, de baja calidad o inaccesibles para las familias de menores recursos. La falta de infraestructura pública y políticas adecuadas para el cuidado refuerza la desigualdad social y de género.
3. Impacto de la crisis de cuidados en las mujeres
- Limitaciones en el acceso al empleo y la brecha salarial: La carga de cuidados limita las oportunidades de las mujeres para acceder a empleos formales, de calidad y bien remunerados. Muchas mujeres, especialmente las de menor nivel educativo o ingresos, deben recurrir a trabajos informales o de tiempo parcial que les permitan compatibilizar sus responsabilidades de cuidado con el empleo. Esto no solo perpetúa la brecha salarial de género, sino que también genera desigualdades en el acceso a beneficios sociales como la jubilación y la seguridad social.
- Pobreza y vulnerabilidad económica: El trabajo no remunerado de las mujeres contribuye a la reproducción de la pobreza intergeneracional. Al no poder acceder a empleos bien remunerados ni tener el tiempo necesario para invertir en su formación o desarrollo personal, muchas mujeres quedan atrapadas en ciclos de precariedad económica, lo que afecta tanto su bienestar como el de sus familias.
- Salud y bienestar: La sobrecarga de trabajo derivada de la combinación de empleo remunerado y responsabilidades de cuidado tiene efectos negativos en la salud física y mental de las mujeres. Las tareas de cuidado, especialmente las relacionadas con personas dependientes o enfermas, suelen ser emocional y físicamente agotadoras, y su realización sin el apoyo adecuado puede generar estrés crónico y problemas de salud a largo plazo.
La crisis de cuidados en América Latina es un fenómeno complejo y multidimensional, que refleja las tensiones entre los cambios demográficos, la participación femenina en el mercado laboral y las profundas desigualdades de género que persisten en la región. Abordar esta crisis requiere de políticas integrales que reconozcan la centralidad del cuidado en la vida social y económica, y que promuevan una distribución más equitativa de estas responsabilidades entre el Estado, las familias y el mercado. Solo a través de estas medidas será posible avanzar hacia una sociedad más justa e igualitaria, donde las mujeres y los hombres puedan desarrollar plenamente su potencial, libres de las cargas desiguales del cuidado.
Derecho al Cuidado
Ahora bien, frente a los desafíos que surgen de los cambios sociales, económicos y demográficos, exacerbados durante la crisis pandémica, surge el desafío de avanzar hacia el reconocimiento del derecho al cuidado, y su inclusión positiva en las políticas públicas. Esto implica acciones en tres sentidos al menos: redistribuir, revalorizar y reformular los cuidados (Pérez Orosco, 2011). Redistribuir remite a construir una responsabilidad colectiva en torno a los cuidados, transitar de su consideración exclusivamente privada a considerarlo un tema de responsabilidad colectiva y, por lo tanto, lograr el acceso universal a cuidados dignos. Revalorizar implica dignificar los cuidados como trabajo y reconocerlos como una dimensión esencial del bienestar. Reformular remite a desanudar los cuidados de su asociación con la feminidad y la familia exclusivamente. Estos tres elementos no son independientes: redistribuir sin revalorizar será imposible y viceversa. Mientras cuidar no esté valorado, solo lo hará quien menos capacidad de elección tenga; al mismo tiempo, quien no cuida no puede valorar el trabajo de cuidados, porque seguirá naturalizándolos. Reconocer que el cuidado es una actividad esencial y que no debiera caer solamente en las mujeres significa una revolución que implica cambios en todas las estructuras sociales.
Los sistemas de cuidado apuntan no sólo a la generación de una política pública hacia la dependencia sino a una transformación cultural: la transformación de la división sexual del trabajo en el marco de los modelos vigentes que son de corte familistas, por modelos solidarios y corresponsables. Esto implica repensar las políticas públicas sectoriales con su propia institucionalidad, financiamiento, rectoría y regulación, prestación de servicios y redefinir servicios y atribuciones que en algunos casos se pensaron exclusivamente como parte de determinados sectores, claramente y a modo de ejemplo, educación, salud, etc.
Las políticas de cuidado no deberían ser consideradas políticas focalizadas o de inclusión social exclusivamente. La única respuesta total y efectiva ante las crisis en la reproducción de la vida está dada por las instituciones universales, públicas y gratuitas, por los espacios de lo común, donde Estado, mercado, comunidad y familia contribuyan activamente en su desarrollo y gestión, bajo una lógica de corresponsabilidad.
Lecciones aprendidas
Las políticas de cuidado están en construcción y como toda política pública deben contemplar múltiples intereses que se manifiestan en las distintas etapas del ciclo de elaboración de acuerdo a la realidad y el contexto nacional. La pandemia parece dejó en claro que los estados no están muertos y tienen un rol principal en la ejecución de políticas capaces de transformar la realidad de manera efectiva. Políticas públicas que aborden el desafío siempre postergado de construir sistemas universales de protección, cambiando el foco de atención del mercado a las personas, colocando la vida y el cuidado en el centro. Para esto el Estado, particularmente el Estado Social adquiere un papel central, así como la necesidad de una mayor colaboración y cooperación regional e internacional.
En un escenario caracterizado por la multiplicidad de intereses, actores, recursos, objetivos y derechos, ya podemos extraer algunas lecciones aprendidas y principales desafíos de los procesos por los que han transitado nuestros países.
Entre las lecciones aprendidas podemos destacar el potencial de las políticas de cuidados para impactar de manera positiva en la equidad de distribución del ingreso entre varones y mujeres, la promoción de procesos de cambio poblacionales, la división sexual del trabajo, el déficit de cuidados a nivel familiar y el mercado de trabajo. También se ha podido entender que, en nuestros países, las desigualdades sociales están estrechamente vinculadas con la provisión inequitativa de cuidado familiar y social, lo que conforma un verdadero círculo vicioso: la población con más recursos dispone de un mayor acceso a cuidados de calidad y tiene, a su vez, menos miembros del hogar que cuidar; por el contrario, quienes disponen de menos recursos enfrentan una serie de desventajas porque no pueden pagar por cuidados, acumulan más carga de trabajo doméstico familiar, tienen dificultades para acceder a los servicios públicos y terminan por contratar a cuidadoras en condiciones de informalidad.
Entre los aprendizajes podemos incluir la identificación del sistema de cuidado como un desafío regional que supone repensar las políticas públicas sectoriales con su propia institucionalidad, financiamiento, rectoría y regulación, prestación de servicios y redefinición de servicios y atribuciones que, en algunos casos, se pensaron exclusivamente como parte de determinados sectores como la educación o la salud.
Los sistemas de cuidado apuntan así no sólo a la generación de una política pública hacia la dependencia, sino a una transformación cultural de la división sexual del trabajo en el marco de los esquemas vigentes, de corte familista, por modelos solidarios y corresponsables. Pero los sistemas o políticas integrales de cuidado en Latinoamérica arrastran algunos nudos críticos para su implementación. El primero se refiere a la universalidad, ya que las políticas de cuidado no deberían considerarse exclusivamente políticas focalizadas o de inclusión social. La única respuesta total y efectiva ante las crisis en la reproducción de la vida está dada por las instituciones universales, públicas y gratuitas, por los espacios de lo común, donde Estado, mercado, comunidad y familia contribuyan activamente en su desarrollo y gestión, bajo una lógica de corresponsabilidad.
Después tenemos la tensión entre el desarrollo de políticas justas desde el punto de vista del género, que incidan en un mejor balance en el cuidado e incentiven la incorporación de mujeres al mercado de trabajo, o un enfoque que priorice la inversión social en la infancia en sus aspectos sanitarios dirigido a los sectores más desfavorecidos. En su nivel más extremista, este debate se plantea incluso como una pugna entre los derechos de la infancia y los de las mujeres. A ello se le suma la necesaria consideración de las cuestiones normativas, económicas, institucionales, culturales y sociales vinculadas al trabajo de cuidado, de manera que los riesgos asociados a cuidar y a requerir de cuidados no recaigan únicamente sobre la familia, y dentro de ésta, primordialmente en las mujeres. Por el contrario, estas políticas buscan que las acciones destinadas al cuidado se desenvuelvan en un contexto donde Estado, mercado, comunidad y familia contribuyan activamente en su desarrollo y gestión, bajo una lógica de corresponsabilidad.
El reto más grande es cómo avanzar hacia un mundo en el cual las personas a nivel individual, y la sociedad en su conjunto, reconozcan y valoren la importancia de las diferentes formas de cuidado, pero sin reforzarlas como una tarea que sólo las mujeres y las niñas pueden y deben hacer. Parece muy simple, pero es una transformación que enfrenta múltiples resistencias culturales.
Se trata en definitiva de construir en nuestras sociedades latinoamericanas y caribeñas nuevos pactos sociales: acuerdos entre clases, géneros y generaciones, fundados sobre la irrenunciable igualdad real –y no solo formal– y en el reconocimiento de la solidaridad y la interdependencia como valores claves para la construcción de un sistema social más justo y sustentable en nuestra región.
Hacia una agenda de justicia social: Propuestas y políticas públicas
Frente al diagnóstico previamente expuesto, resulta crucial avanzar hacia una agenda de justicia social que coloque el cuidado en el centro de las políticas públicas. Reconocer, redistribuir y reducir el trabajo de cuidados son los pilares fundamentales de esta agenda, que busca no solo corregir desigualdades históricas sino también transformar la forma en que entendemos y estructuramos la sociedad.
En primer lugar, reconocer el valor del trabajo de cuidados implica su inclusión formal en el análisis económico y en las políticas públicas. Es necesario que el trabajo no remunerado, realizado mayoritariamente por mujeres, sea visibilizado como una contribución esencial para el funcionamiento de la economía. Para ello, las estadísticas oficiales deben incluir mediciones del tiempo dedicado al trabajo de cuidados, y los sistemas contables nacionales deben desarrollar indicadores que reflejen esta actividad, como las cuentas satélite de los hogares que ya se han implementado en algunos países. Este reconocimiento no solo es simbólico, sino que debe estar acompañado de un rediseño de las políticas sociales que consideren el cuidado como un derecho y una necesidad colectiva, no solo individual o familiar.
En segundo lugar, la redistribución del trabajo de cuidados es un componente clave para avanzar en la equidad de género y en la justicia social. Para lograrlo, es fundamental adoptar políticas que promuevan una corresponsabilidad entre hombres y mujeres en el ámbito doméstico y familiar, pero también entre el Estado, el mercado y las comunidades. Entre las estrategias más destacadas se encuentran las políticas de licencias parentales más equitativas y transferibles, que incentiven la participación activa de los hombres en el cuidado de los hijos y familiares. También es crucial el fortalecimiento de servicios públicos de cuidado, como guarderías, centros de día y servicios de atención domiciliaria para personas mayores o dependientes. Estos servicios deben ser accesibles, de calidad y financiados adecuadamente, para que el peso del cuidado no recaiga desproporcionadamente sobre las mujeres o sobre los hogares de menores ingresos.
Además, es necesario trabajar en la redistribución del tiempo. Las largas jornadas laborales y la falta de flexibilidad en los trabajos formales impiden que tanto mujeres como hombres puedan equilibrar sus responsabilidades de cuidado con el empleo. Para ello, las políticas laborales deben integrar la perspectiva de género y promover la reducción de la jornada laboral, la creación de esquemas de trabajo flexibles y la implementación de medidas de conciliación que no penalicen a las personas cuidadoras en términos de ingresos o estabilidad laboral.
El tercer eje, reducir el trabajo de cuidados no remunerado, está relacionado con aliviar la carga excesiva que recae sobre las mujeres, especialmente las de menores ingresos. Para ello, la inversión en infraestructura y tecnología que apoye las tareas de cuidado puede ser de gran ayuda. También es necesario revisar las políticas fiscales para garantizar que las familias con menores recursos reciban apoyos directos que compensen el tiempo dedicado al cuidado. Una reducción efectiva también se puede lograr al generar empleo formal y digno para las trabajadoras de cuidados remuneradas, asegurando que sus derechos laborales estén garantizados y que reciban salarios justos por su contribución.
La implementación de una agenda de políticas públicas centrada en el cuidado también implica un enfoque transversal que articule diversos sectores. Por ejemplo, las políticas de salud deben incluir programas de atención para personas mayores y dependientes, y las políticas de educación deben garantizar la formación de profesionales del cuidado con habilidades adecuadas para enfrentar los desafíos de una sociedad cada vez más envejecida y diversa. Del mismo modo, las políticas de seguridad social deben ser reformuladas para incluir a las personas cuidadoras no remuneradas, otorgándoles acceso a pensiones, seguros y otros derechos laborales.
Finalmente, esta agenda de justicia social basada en el cuidado no puede ser efectiva sin una participación activa de la sociedad civil y de los actores involucrados en el ámbito del cuidado. Los movimientos feministas y las organizaciones de mujeres han jugado un papel central en poner el tema del cuidado en la agenda política, y es esencial que su voz continúe siendo escuchada en el diseño e implementación de políticas. Además, las personas cuidadoras, tanto formales como informales, deben ser reconocidas como actores clave en la co-construcción de soluciones.
En resumen, avanzar hacia una justicia social requiere reconfigurar la economía y las políticas públicas para que el cuidado sea una prioridad. Solo así se podrá garantizar una sociedad más equitativa, en la que el bienestar de todas las personas, y no solo el crecimiento económico, sea el objetivo central de las políticas públicas.
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